viernes, 8 de abril de 2011

La loca de la casa: la educación pública y la reforma del gobierno



Los gobiernos colombianos han tratado a la educación pública como a la loca de la casa: hay que mantenerla viva, escondida, vestirla de gala para ocasiones especiales y, si la oportunidad lo permite, salir de ella lo más pronto posible. Durante años la educación pública superior ha sido una carga aguantada con molestia por gobiernos que nunca han visto en ella rendimientos ni electorales ni económicos. La reforma, que con pompa, fanfarria y sitio virtual, ha lanzado el gobierno de Juan Manual Santos es un paso más en el camino que lleva hacia el abandono definitivo de la molesta loca de la casa.

La estrategia elegida ni es nueva ni es eficiente. Es incluso ilusa en su extrema confianza en que la codicia privada, desatada por los incentivos correctos, podría hacer por la educación lo que dos siglos de olvido gubernamental y social no han logrado. Está hecha de una curiosa mezcla de mediocridad, arrogancia y obediencia1. Pareciera suponer unos interlocutores perdidos en la ignorancia y aislados de este mundo, que serían sorprendidos por una argumentación basada en pedazos de verdades que sumadas terminan siendo una gigantesca mentira. Como lo ha dicho con razón el rector de la Universidad Nacional, Moisés Wasserman, los autores de esta política se parecen mucho a esos pacientes, que “por lesión en el hemisferio derecho del cerebro pierden la capacidad para captar lo que se sitúa al lado izquierdo de ellos. La mitad del horizonte deja de existir. Aunque lo vean, lo ignoran como si estuviera en otra dimensión del mundo real.”

En un momento en el que los países del tercer mundo están eligiendo sus propios caminos hacia el conocimiento y el desarrollo, los documentos del gobierno traen a la memoria épocas neocoloniales más inocentes. Pretendiendo estar al día, presentan a los Estados Unidos como su modelo, pero olvidan que es el mejor caso en contra de la educación superior con ánimo de lucro, y el mejor a favor de una educación de alta calidad sin ánimo de lucro. Ninguna de las universidades privadas de calidad de los Estados Unidos serían las instituciones de alto nivel que hoy son, si hubieran seguido los consejos de los asesores a la penúltima moda del Banco Mundial y sus imitadores locales.

Al buscar ejemplos locales, optan por el modelo educativo del Brasil como el camino a seguir para nuestros países, pero olvidan que la estrategia de desarrollo del Brasil integró a 35 millones de personas a empleos formales, generando ingresos y permitiéndoles participar del mercado y sus ventajas. Y que las inversiones estatales en las universidades públicas de elite han crecido muy por encima del crecimiento del PIB. Y olvidan, por último, que la calidad de la educación con ánimo de lucro en Brasil es tan mala como lo puede ser en cualquier lugar del mundo.

Por supuesto, dejan por fuera la estrategia educativa de Singapur y los llamados “tigres asiáticos”. Sería el peor ejemplo del mundo para vender la estrategia facilista del gobierno. En esos países los estados tomaron en serio la idea de que sin una educación del más alto nivel sería imposible competir. Cambiaron no sólo la educación superior, sino todo el sistema educativo, con unas inversiones estatales altísimas. Los resultados están a la vista: basta reparar el lugar de Colombia y de Brasil en las pruebas internacionales, y los de Singapur, Hong Kong y otros países que optaron por jugársela toda alrededor de la educación.

La estrategia

¿En qué consiste la vieja “nueva” estrategia del gobierno? Consiste en atraer la inversión privada a la educación superior con el objetivo de elevar la cobertura a un 50% en 2014, con 650,000 cupos nuevos, disminuir el desempleo juvenil, bajar en cuatro o cinco puntos porcentuales la tasa de desempleo global, y promover la innovación con calidad. El primer punto supone una inversión privada adicional en educación que ningún país del mundo, ni siquiera en la más desquiciada de las alucinaciones neoconservadoras, o neoliberales, ha visto jamás. En la versión colombiana podemos sospechar de dónde vendrá esa inversión, a qué intereses servirá, y qué efectos tendrá sobre el sistema de educación superior.

Como se trata de multiplicar el número de centros, facultades, centros, institutos, y universidades de enseñanza, sin investigación, todos los caminos conducen a esos modelos insuperables de creatividad educativa que han sido, y son, Carlos Moreno de Caro, con su universidad recién inaugurada en Bogotá, o César Pérez García2, y su modelo antioqueño de educación superior para la política, o más cerca, aquí en Cali, el modelo de la Santiago de Cali, antes del movimiento estudiantil y profesoral que está, en este preciso instante, intentando poner orden en casa.

No todos los empresarios educativos corresponden a este tipo, por supuesto, Hay muchos empresarios reales y potenciales que aspiran a mejorar la oferta educativa, aportar nuevos programas educativos y realizar algunos excedentes en el proceso. Pero estos empresarios no cuentan, en su vasta mayoría, con el capital que les permitiría asumir los altos costos financieros de poner en marcha un centro de educación superior.

La otra fuente de financiación y de ideas empresariales vendrá, por supuesto, del exterior. No serán, como sueñan algunos, las mejores universidades del mundo, pero sí aquellas que han desarrollado ventajas en la educación masiva y a distancia, sin investigación, como podría ser, por ejemplo, la Universidad de Phoenix, en Arizona. Las franquicias y alianzas de negocios ya deben estar listas para hacer uso de las nuevas oportunidades abiertas. Es obvio que las ventajas de estas universidades no están en ni en la investigación ni en la innovación, sino en la educación superior masiva y con costos decrecientes. No abundaré aquí en las inmensas posibilidades que abren las nuevas instituciones en materia de préstamos, contratos, y fondos estatales pasando a manos privadas en proyectos de imposible vigilancia y auditoría. Además del paso de la legitimación de capitales poco santos en el mundo más blanco de la educación superior.

Ya Jorge Iván González y Edna Bonilla (2011) han alertado sobre el error conceptual –cometido por este gobierno y por el anterior— de suponer que los costos de la educación superior son decrecientes. Doblar el número de estudiantes no permite disminuir el costo por estudiante de la misma forma que decrece el costo de reproducir un video, un Cd, o una vacuna. Pero el error conceptual de los asesores económicos de estos gobiernos, va más allá de no comprender el carácter creciente de los costos educativos.

En realidad, esos asesores están pensando en otro tipo de educación superior. Tienen en mente una educación basada en la docencia, sin investigación, con alta carga de enseñanza a distancia, y una limitada fracción de profesores de tiempo completo que enseñan 6 cursos por semestre. Sólo así puede explicarse que haya instituciones de educación superior, con ánimo de lucro. Ganancias y educación superior sólo podrían ir de la mano si renunciaran a todas las funciones distintas a la docencia y a la administración de las ganancias.

En Colombia ni siquiera las universidades privadas de calidad más dudosa habrían podido sobrevivir sin la financiación pública proveniente de fundaciones, empresas privadas, ciudadanos y del mismo estado. La idea fundamental de que la educación es un bien público no es un principio abstracto, producto de las elucubraciones teóricas de economistas liberales. En general, la educación superior está condenada a ser pública –no importa por cuál vía o mediante cuál tipo de arreglo económico o administrativo. Sin embargo, el gobierno nacional ha apostado todas sus cartas y el futuro de la educación, la igualdad y el desarrollo colombianos a la más inocua de las alternativas: aumentar cupos mediante la inversión privada en educación de dudosa calidad.

El ejemplo del Brasil

Lo ha hecho mirando hacia el Sur, hacia el Brasil, cuya estrategia de expansión de la oferta en educación superior es citada en forma más que abundante en los documentos del gobierno. Vale la pena, entonces, averiguar hasta dónde el ejemplo del Brasil es tan bueno como el gobierno, con sus verdades a medias, intenta hacernos creer.

En efecto, la estrategia de crecimiento por la vía de la inversión privada y de la ampliación de las oportunidades de acceso ha tenido éxito: entre 1996 y 2007 la matrícula pasó de 1, 868,529 a casi 5, 000,000 en 2007, los cupos pasaron de 610,355, en 1995, a 2, 429,737, en 2005, y un 92% del total de 2,398 son instituciones pequeñas dedicadas en forma exclusiva a la enseñanza. (Dias Sobrinho y De Brito 2008)

Al mismo tiempo, el 34.4% de los alumnos de las universidades públicas pertenecen al 10% más rico de la población, mientras que este porcentaje crece a un 50% en las privadas. En el otro extremo, el 12% de los estudiantes de las públicas viene de los sectores más pobres, y sólo un 5% en las privadas. (Dias Sobrinho y De Brito, Op. cit.) ¿Qué indican estos datos? Que incluso suponiendo que la calidad fuera igual en todas las instituciones de educación superior, de no haber un cambio en el empleo y en la distribución del ingreso, sólo una muy pequeña proporción de los aspirantes de los sectores más pobres podría ir a la universidad y terminar sus estudios. Aún más: la población más rica, y mejor educada y formada, se queda con más de la tercera parte de los cupos de las universidades públicas, sugiriendo que sólo los que han tenido buena educación primaria y secundaria pueden acceder a la educación brindada por las mejores universidades públicas.

Pero la calidad, por supuesto, no es igual a lo largo de toda la oferta del sistema de educación superior brasilero. Por el contrario, es estratificada en extremo, con las universidades públicas y privadas de elite concentrando la mayor parte de los doctores, de los fondos de investigación y de la mejor docencia, mientras que las facultades, centros de enseñanza y los institutos privados, y con ánimo de lucro, imparten docencia profesional a los estudiantes de menores recursos y formación académica más débil. En un mundo globalizado y competitivo en extremo, la formación profesional, sin fundamentos científicos y sin acceso a la cultura, conduce a empleos mal remunerados y sin perspectiva de disminuir la desigualdad.

En últimas, la gran reforma educativa brasilera ni ha cambiado la desigualdad ni ha mejorado la calidad de la educación en su conjunto. Su efecto más visible es una profundización de la ya apreciable brecha que separa a los más ricos de los más pobres. Ha creado nuevas oportunidades de acceso a una educación que reproduce y amplía la desigualdad y cierra el camino hacia el desarrollo de las capacidades indispensables para competir y disfrutar en un mundo más complejo.

Pero esto sólo es una verdad a medias. Desde el primer gobierno de Luiz Ignacio da Silva, Brasil está apostando a una estrategia distinta de desarrollo. El estado brasilero está invirtiendo en alternativas educativas, de alto costo, basadas en dar la mejor educación científica a los más pobres, integrándolos en procesos investigativos reales del más alto nivel. Con una inversión de 25 millones de dólares, y con la dirección del científico Miguel Nicolelis, ya está en pleno proceso de desarrollo en la ciudad nordestina de Natal. El plan para el desarrollo de la Educación (PDE) prevé la creación de 354 institutos para dar a niños y jóvenes de menores recursos una educación basada en la ciencia. La versión colombiana de lo que ocurre en Brasil está hecha de muchas verdades a medias que se convierten en una mentira muy grande.

¿Cuál es la apuesta del gobierno?

Tal como ocurrió en Brasil, la decisión tomada en Colombia tiene que ver, por supuesto, con apuestas más profundas. Está relacionada con el modelo de desarrollo elegido por este gobierno y sus vínculos con la estrategia de su predecesor. El desarrollo especulativo basado en la minería y en los servicios, y la carga inercial de un costoso gasto militar, asociado a la lucha contra las Farc y el narcotráfico, ha conducido al país a una senda de desarrollo inferior, sin espacio ni para la innovación ni para igualdad. Santos habría podido elegir una ruta distinta. Habría podido apostar a un gran salto educativo, una inversión de largo plazo en capital humano, restringiendo el presupuesto de guerra, y liberando a la economía de las deformaciones creadas por un desarrollo basado en negocios inciertos y de alto costo ambiental –como lo es la minería. Eligió continuar por la vía inercial, con una novedad en materia educativa, que no por inocua deja de ser peligrosa en sus efectos.

¿Cuál es el peligro, entonces? La iniciativa educativa del gobierno podría propiciar una falla sistémica del conjunto de la educación colombiana. No se trata ni de la destrucción ni del ahogo financiero de la universidad pública –que no dejará de sobrevivir, entre otras porque el gobierno las requiere para mostrar que todavía hay educación superior de cierta calidad en el país. La amenaza es más profunda y afecta no sólo a la educación superior, sino a la primaria y secundaria. Dada la muy pobre calidad de la educación primaria y secundaria colombianas –pública y privada—, la expansión de la educación superior por la vía de la baja calidad y de la inversión privada conducirá a ampliar y reforzar aún más la brecha que separa a los más pobres de los más ricos.

Los que vienen de los peores colegios, públicos y privados, terminarán estudiando, con préstamos del gobierno, en instituciones de dudosa calidad, porque no podrán aspirar, ni por formación ni por ingresos, a las universidades privadas y públicas de calidad. Si, como lo plantea la reforma, la mayor parte de los nuevos cupos pertenecerán al mundo de las nuevas instituciones con ánimo de lucro, no es difícil entrever el destino de las muchachas y muchachos que les corresponda entrar a esas instituciones. Educados desde la primaria para la inferioridad y la exclusión, reafirmarán su lugar en la sociedad con una educación superior que ni cambiará su perspectiva intelectual ni los acercará a un ingreso mejor.

La interacción entre una educación básica de pésima calidad y una educación superior, que crecerá por la vía del menor esfuerzo al costo más bajo, generarán una retroalimentación positiva hacia situaciones con un mayor número de cupos, mayores diferencias entre la mejor educación y la peor, mayor proporción de estudiantes en las peores instituciones, y una concentración cada vez más fuerte de los mejor formados y más capaces en unas pocas universidades de elite, públicas y privadas, profundizando aun más la desigualdad social y económica.

Este círculo vicioso tiene un fundamento fatal en el total olvido con el que este gobierno, y los anteriores, han tratado el futuro de la educación primaria y secundaria. Doscientos o trescientos mil cupos nuevos en la educación superior no resolverán el problema fundamental de un sistema que mata las posibilidades de nuestros niños desde muy temprano. La magnitud del esfuerzo por realizar en la educación básica es tan grande que puede resultar intimidante. El problema, sin embargo, es que este gobierno ni siquiera ha intentado enfrentar la situación y plantear a sus ciudadanos cuál sería el esfuerzo a realizar si estuviéramos de acuerdo en dar un salto educativo, a todos los niveles, transformando el conjunto del sistema educativo.

Hay, por supuesto, alternativas distintas a esta privatización torpe que propone el gobierno. Todas pasan por la búsqueda de transformaciones globales en el sistema de educación colombiano. Todas suponen altísimas inversiones de parte del estado, incluyendo la creación de nuevas universidades públicas, y la transformación de la enseñanza, de los modelos pedagógicos y de las exigencias para los profesores de educación básica. Todas, también, requerirían de un cambio en el modelo de desarrollo, y la adopción de una estrategia que apostara al salto educativo, y a la inversión en capital humano, en la perspectiva de una sociedad más igualitaria.

Y requieren, también, de transformaciones profundas en las universidades públicas. La primera de ellas el paso obligado del silencio a la reflexión y a la acción sobre su propio destino. No olvidemos que la arrogancia y la mediocridad de esta reforma están a la altura de la resignación y mediocridad intelectual que nos ha dominado por varias décadas.


Por: Profesor Boris Salazar

Universidad del Valle


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